El retorno de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos genera una ola de incertidumbre respecto a las relaciones bilaterales con China, proyectando una intensificación de la rivalidad estratégica entre ambas potencias. Aunque durante la campaña electoral el tema de China ha sido menos central en el debate, esto no implica una modificación en la percepción de Pekín como la mayor amenaza para la hegemonía estadounidense, sino más bien un acuerdo tácito con los demócratas respecto a la naturaleza del desafío chino. La política económica es uno de los frentes principales donde se anticipa presión, recordando que fue Trump quien inició la guerra comercial en 2018, aunque sin resolver del todo el déficit comercial bilateral. Su regreso podría marcar otra escalada con la promesa de imponer aranceles del 60% sobre productos chinos y mayores restricciones en tecnología de punta, perpetuando así el desacoplamiento económico ya iniciado bajo la administración de Biden.
En el ámbito estratégico, la presión en la región del Indo-Pacífico es otro punto crítico a considerar. Trump, durante su primer mandato, impulsó la Estrategia para el Indo-Pacífico, lo que Biden continuó durante su presidencia, reforzando la tenaza de contención estratégica. Sobre Taiwán, Trump es consciente del valor de la isla en su estrategia hacia China, lo que implica una ambigüedad en sus políticas futuras, aunque su estilo impredecible es un punto de coincidencia tanto en Taiwán como en Pekín. El regreso de Trump podría reavivar tensiones y obligar a China a redoblar sus esfuerzos de restructuración interna. A nivel internacional, Estados Unidos podría continuar dañando sus relaciones con aliados clave, a excepción de Israel, favoreciendo el protagonismo de China como una potencia más coherente y responsable frente a los desajustes de la política estadounidense, y obligando a la Unión Europea a reconsiderar sus relaciones con Pekín frente a un complejo escenario global.
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