La Ciudad de México se encuentra marcada por el deterioro de su infraestructura, con las calles y avenidas plagadas de baches y zanjas, consecuencias visibles del desgaste y la corrupción sistémica. Este cuadro se complica con la saturación vehicular y una gestión vial cuestionable, provocando serios riesgos de accidentes. La reciente tragedia en el Puente de la Concordia, donde una pipa de gas licuado explotó, ha dejado un saldo mortal, poniendo al descubierto las deficiencias en la seguridad y la atención de emergencias. Las autoridades han reaccionado rápidamente con labores de repavimentación, aunque los recursos médicos necesarios para atender a los heridos han sido insuficientes, subrayando las falencias de un sistema de salud que se presume de primer nivel.
La tragedia también ha revelado historias de heroísmo y solidaridad, como el caso de una abuela que protegió a su nieta del fuego. La movilización vecinal para proporcionar medicinas y alimentos expone la falta de preparación de las autoridades ante emergencias de tal magnitud. Este incidente no solo representa un desesperante llamado de atención sobre el estado crítico de la infraestructura de la ciudad y la ineficacia gubernamental, sino que también ilumina la resiliencia y el espíritu comunitario de sus habitantes, contrastando con la indiferencia de los poderosos y recordando las cicatrices sociales y materiales de una capital en constante lucha.
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