El proceso electoral en Estados Unidos es un complejo entramado que se inicia en la primavera del año anterior a las elecciones presidenciales, cuando los aspirantes registran oficialmente sus candidaturas ante la Comisión Federal Electoral. Estos comicios se rigen por un sistema de sufragio indirecto, donde el voto popular no determina directamente el ganador. En lugar de eso, los ciudadanos eligen a compromisarios que formarán parte del Colegio Electoral, el organismo encargado de decidir al próximo presidente. Este colegio está compuesto por 538 representantes distribuidos proporcionalmente según la representación de cada estado en el Congreso, calculada en función de su población. Para obtener la presidencia, un candidato debe asegurar el respaldo de al menos 270 de estos compromisarios.
La distribución de los delegados del Colegio Electoral refleja la composición del Congreso, otorgando más peso a estados densamente poblados como California, que cuenta con 55 compromisarios, en comparación con estados menos poblados como Wyoming, que tiene un mínimo de tres. Este sistema hace que los estados con mayor número de compromisarios jueguen un papel crucial en las elecciones, convertidos en auténticos «estados bisagra» o «swing states» que pueden inclinar la balanza electoral. Así, la dinámica electoral estadounidense se convierte en un intrincado juego político donde no solo importan los votos individuales, sino la estrategia para capturar la mayor cantidad de delegados posibles.
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