Cada 24 de diciembre, la familia celebra la Nochebuena con un ritual instaurado en muchos hogares españoles: el discurso del Rey. En esta casa, como en muchas otras, la mesa está lista con viandas y velas, mientras el silencio reverencial precede al discurso real, que se sigue con un respeto casi litúrgico. Antes de empezar la cena, nadie levanta una copa ni disfruta de un bocado, como si este momento actuara como un acto de purificación previo. Este ritual se vive con una mezcla de deseos, nostalgia y una especie de respeto al protocolo familiar.
Sin embargo, el discurso anual muchas veces se percibe como un ejercicio de equilibrio, sin ofensas pero también sin deslumbrar, lo que provoca diferentes reacciones frente al televisor. Algunos miembros de la audiencia fantasean con versiones más transgresoras e íntimas, soñando con discursos que se atreverían a señalar con humor e ironía las fallas cotidianas de la sociedad. En contraste, mientras los otros monarcas europeos, como Carlos III de Inglaterra o la fallecida Isabel II, han logrado acotar sus mensajes con un toque personal e incluso humorístico, en España se sigue apostando por un guion previsible que reitera conceptos como «unidad», «concordia», y «sostenibilidad». A pesar de las críticas, el ritual se repetirá el próximo año, con todos los miembros de la familia ataviados en sus mejores galas, esperando ansiosamente la cena y la escritura de una nueva columna que critique el solemne vacío del discurso.
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