La incorporación de neologismos y eufemismos en el lenguaje, particularmente en las redes sociales, ha modificado notablemente la forma de comunicarnos. Este fenómeno, que muchos critican por considerar que diluye la autenticidad de nuestra lengua, ha democratizado su uso al punto de generar una jerga cada vez más amplia y moderna. La constante aparición de nuevas palabras busca no solo adaptarse a los tiempos y las sensibilidades actuales, sino también formar parte de un discurso políticamente correcto que, a menudo, raya en lo cursi o lo ridículo. En este panorama, términos como «racializado» parecen emerger con una carga política que poco tiene que ver con la claridad del lenguaje, más bien contribuyendo a una mayor confusión y división.
La tendencia hipercreativa de glorificar lo nuevo y disfrazar las realidades más crudas con terminologías suaves ha llevado a la pérdida de la esencia y, en muchos casos, al patetismo. Expresiones como «violinizar» denotan un intento vano de suavizar acciones brutales, cayendo en el absurdo de querer transformar la realidad mediante palabras vacías. Esta obsesión por parecer sofisticados, ya sea a través de nombres llamativos o de marcas de prestigio, refleja una búsqueda desesperada de identidad y pertinencia. Mientras tanto, los tecnócratas y la Administración manipulan a la masa con léxicos embellecidos, sometiendo a la sociedad mediante la «posverdad» y el uso de cliché inflados. La cuestión que queda pendiente es si estos cambios lingüísticos nos hacen realmente más felices y sabios, o si simplemente nos están precipitando hacia un abismo de superficialidad.
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