El 5 de marzo marcó un giro estratégico en el conflicto entre Rusia y Ucrania, cuando Estados Unidos decidió cesar parcialmente el suministro de información de inteligencia a Kiev. Este mismo día, el ejército ruso lanzó una inesperada ofensiva en Kursk, un territorio en disputa, lo que amenazó con dividir las áreas controladas por Ucrania y dejó a aproximadamente 10,000 soldados ucranianos en riesgo de quedar aislados. La rápida incursión rusa, apoyada por fuerzas norcoreanas y de otras regiones aliadas como Chechenia y Donetsk, subrayó la volatilidad de la región y la fragilidad de las líneas de suministro ucranianas, que ya mostraban signos de fractura. Con la toma de localidades clave, como Sverdlikovo, y la interrupción del acceso a recursos esenciales, los ucranianos se enfrentan a la ardua decisión de una posible retirada estratégica.
Mientras tanto, la postura del Kremlin, liderado por Vladímir Putin, se mantiene inflexible ante cualquier negociación sobre Kursk, especialmente después de que Ucrania sorprendió con un asalto exitoso a este territorio el año anterior. Esta ofensiva resurge con la decisión del presidente estadounidense Donald Trump de dejar de proporcionar armamento e inteligencia crucial a Ucrania, con el objetivo de empujar hacia una solución diplomática, sin presionar de manera similar a Rusia. El impacto de estos movimientos genera incertidumbre no solo en la esfera militar sino también en la opinión pública rusa, que aún recuerda la crisis humanitaria que siguió al avance de Kiev en el pasado. En este contexto, las dinámicas de poder y las decisiones políticas de las grandes potencias continúan definiendo el curso de un conflicto que parece lejos de resolverse.
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