Recientemente, durante un tranquilo domingo de abril, visité Urueña, un pintoresco pueblo medieval en la provincia de Valladolid reconocido por su impresionante cantidad de librerías en relación con su población: doce librerías para solo 188 habitantes. Este peculiar rasgo convierte a Urueña en el municipio con más librerías per cápita que se conoce, ofreciendo un refugio de certidumbre y sosiego en plena Meseta castellana. Al entrar en una de estas librerías, me sorprendió su diseño angosto y acumulación de libros antiguos y objetos curiosos, entre los que destacaban máquinas de escribir antiguas, cada una asociada a escritores como Vázquez Montalbán, Anthony Burgess, Henry Miller y Rafael Chirbes. Estas reliquias nostálgicas despiertan el espíritu del visitante al conectar con las palabras escritas de autores que dejaron huella en la literatura.
La experiencia de contemplar esas máquinas de escribir me llevó a reflexionar sobre mi propia «máquina de escribir» moderna, un portátil Lenovo que ha sido mi compañera inquebrantable en numerosas aventuras y retos profesionales. Adquirido en Barcelona antes de una estancia en Argentina, este portátil ha sido testigo de eventos históricos y personales significativos, desde las protestas en Chile hasta debates presidenciales en Argentina y elecciones en Uruguay, sin olvidar las bonitas memorias de la pandemia, mis años en la revista Mirall València, y varias mudanzas y estudios. Así como las antiguas máquinas de escribir guardan un valor sentimental más allá de lo económico, mi portátil representa momentos cruciales en mi trayectoria como narrador y observador del presente. Aunque pronto lo reemplace, reconozco que su verdadero valor reside en los instantes compartidos, contando el presente y esbozando ideas sobre el futuro, aportando al entendimiento común del mundo con cada palabra escrita.
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