En una escena que ilustra el poder de la naturaleza para reclamar su espacio, una delicada pamplina ha logrado germinar en una grieta de la acera, al lado de un edificio vecinal. Esta pequeña planta, descendiente de otras que habitan en el cercano parque, encontró su hogar gracias a la intervención fortuita de un gorrión. El ave, que se había alimentado con semillas de pamplina, accidentalmente depositó una en la grieta. Con el tiempo, la semilla soportó el golpe de un chorro de agua, y a pesar de las inclemencias del clima, logró permanecer dormida hasta las lluvias de otoño, momento en el que despertó para echar raíces y dejar salir sus diminutos pétalos blancos en flor.
Acompañando a la pamplina, una hierba cana también encontró su oportunidad de vida en la misma abertura, transportada por las ventiscas de la primavera pasada. Ambas plantas, unidas por el destino, han florecido casi al unísono, tejiendo sus raíces en un pequeño ecosistema compartido con hormigas y otras diminutas formas de vida que aprovechan los limitados recursos allí disponibles. Sin embargo, como todo ciclo vital, su tiempo es breve. A medida que los jardineros barren con azada las aceras circundantes, la pamplina y la hierba cana se preparan para concluir su viaje, dejando atrás semillas que, en silencio, aguardan bajo tierra la oportunidad de contar nuevas historias y perpetuar la belleza verde en la jungla urbana.
Leer noticia completa en El Pais.