Esta semana, la Asamblea General de la ONU se prepara para votar sobre el controvertido Tratado sobre Cibercrimen, un documento que ha suscitado preocupación por sus implicaciones en los derechos humanos. El tratado, apoyado por la mayoría de los Estados miembros, incluidos los Estados Unidos, ha sido criticado por varias organizaciones, como la Electronic Frontier Foundation (EFF), y diversos actores de la sociedad civil y la industria. Estas entidades argumentan que el tratado permite la recolección sin restricciones de evidencias para delitos no específicamente cibernéticos y carece de suficientes salvaguardias para proteger los derechos humanos.
El borrador final, aprobado en agosto por más de 100 países, introduce prácticas de vigilancia que muchos consideran intrusivas, bajo el argumento de promover la cooperación internacional. Sin embargo, las disposiciones actuales del tratado han sido calificados de conflictivos con los estándares internacionales de derechos humanos, ya que dejan a los Estados la discreción de implementar salvaguardias. Preocupa que muchos de estos Estados tienen un historial deficiente en protección de los derechos humanos, y leyes nacionales que podrían criminalizar la libre expresión y la identidad de género.
En respuesta a estas preocupaciones, Estados Unidos ha empezado a reconocer los posibles riesgos del tratado. En una declaración de su representante adjunto ante el Consejo Económico y Social, se admitió que comparte las inquietudes de la sociedad civil e industria sobre la posibilidad de que algunos Estados utilicen este marco legal para facilitar la represión transnacional.
La preocupación se centra en que el tratado podría facilitar el espionaje y el acoso transnacional, afectando a quienes denuncian abusos de poder y corrupción. No obstante, Estados Unidos ha manifestado que apoyará el tratado, confiando en que su implementación no permitirá la violación de los derechos humanos.
A pesar de las buenas intenciones expresadas, resulta difícil imaginar que los gobiernos enmienden voluntariamente sus leyes cibernéticas en línea con el tratado. Si bien la sociedad civil logró ciertas mejoras significativas durante las negociaciones, todavía persisten serias deficiencias. Por ejemplo, se suprimió una lista de delitos que amenazaban la libertad de expresión, pero el tratado aún carece de mecanismos claros de supervisión.
La retórica del gobierno estadounidense ha sido llamativa, solicitando a los Estados que adapten adecuadamente sus marcos legales para evitar la violación de los derechos humanos. Sin embargo, la falta de disposiciones de supervisión promueve dudas sobre el impacto efectivo del tratado en estas políticas.
El porvenir de la declaración estadounidense y el impacto del tratado en el país son inciertos, especialmente en el contexto de una posible segunda administración Trump, situación que requeriría del Senado y del presidente para la ratificación formal. Mientras tanto, instrumentos internacionales apelan a que los Estados voten en contra del tratado y se abstengan de ratificarlo, argumentando que pone en riesgo los derechos humanos en todo el mundo, al otorgar excesiva libertad a los Estados para evitar salvaguardias fundamentales durante investigaciones «criminales». Esta falta de protección podría provocar consecuencias devastadoras para millones de personas a nivel global.