El 12 de octubre de 1974 marca un hito en la tauromaquia: un joven torero se convierte en matador de toros, iniciando una trayectoria que una década después lo llevaría a la cúspide del mundo taurino. Con una destreza y valor inigualables, logró alcanzar la gloria en un tiempo en el que la competencia era feroz. Sin embargo, su ascenso no estuvo exento de desafíos. Las cornadas, esos peligros mortales siempre latentes en la profesión, fueron una constante en su carrera. A pesar de ellas, su fe inquebrantable en un poder superior se convirtió en su refugio y fortaleza, reflejada en su famosa frase: «Dios está conmigo y yo con Él».
A medida que su celebridad crecía, el hombre detrás del traje de luces comenzaba a sentirse eclipsado por el personaje que había creado. La figura del grandioso torero empezó a ser devorada por las demandas del espectáculo y el peso de la fama. Este desenlace trágico es un recordatorio de la delgada línea entre el éxito y la autodestrucción en el mundo del toreo, donde la valentía frente al toro a menudo es equiparada con la lucha interna del individuo. Así, la vida del torero es una epopeya que entrelaza brillantez artística con una fragilidad latente, marcando un legado en las arenas pero dejando interrogantes sobre el precio personal de la gloria.
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