Un sector de la oposición venezolana se dispone a enfrentar al chavismo en las elecciones del 25 de mayo, en medio de condiciones significativamente adversas comparadas con los últimos comicios presidenciales. La estrategia busca obtener influencia en el Parlamento y las gobernaciones, pero enfrenta obstáculos impuestos por el gobierno de Maduro, como el desincentivo al voto y la promoción de divisiones internas. A pesar de estas dificultades, figuras como Henrique Capriles y Manuel Rosales han optado por participar, viendo el voto como una herramienta de protesta, mientras otros líderes llaman a la abstención, argumentando que el proceso carece de legitimidad y transparencia. La desconfianza en el Consejo Nacional Electoral exacerbada por irregularidades técnicas y la falta de auditorías aumenta el ambiente de escepticismo y apatía entre los votantes.
El escenario electoral muestra una oposición fracturada, con la Plataforma Unitaria y otros líderes al frente exigiendo cambios que parecen distantes. El chavismo, por su parte, se perfila para asegurar un amplio control, aprovechando las fisuras opositoras y el desencanto generalizado. La participación electoral se proyecta extremadamente baja, con estimaciones de apenas un 22% del electorado dispuesto a votar. Además, la incertidumbre sobre la credibilidad del proceso se refuerza con maniobras como la exclusión de candidatos opositores y la reorganización sorpresiva de las candidaturas. A pesar del ambiente desolador, algunos dentro de la oposición persisten en la participación, esperando utilizar cualquier espacio político que obtengan como plataforma para futuras resistencias y reivindicaciones, con el objetivo de frenar reformas impulsadas por el chavismo y mantener viva la representación opositora en un parlamento dominado por el gobierno.
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