Frente a su aversión por los acuarios y animales en cautiverio, la autora cedió al deseo de su hija y le compró un pez goldfish, que rápidamente se convirtió en una parte esencial de la vida familiar. La agonía del pez, mientras la hija estaba ausente, trajo consigo reflexiones sobre el amor, el duelo y la importancia de los pequeños actos simbólicos en la vida. A pesar de las sugerencias de otros para minimizar el impacto de la muerte del pez, se decidió a enfrentar el dolor y acompañar a la mascota hasta el final. Tras su muerte, la hija organizó un sentido entierro, evidenciando el valor de enfrentar los sentimientos y la naturaleza humana en los actos cotidianos de amor y pérdida.
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