El 6 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó una bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, causando la muerte de aproximadamente 80.000 personas de manera instantánea y dejando un legado de destrucción y enfermedades que persisten hasta hoy. Este ataque, junto con el posterior bombardeo atómico sobre Nagasaki, jugó un papel crucial en acelerar la rendición de Japón, poniendo fin a la Segunda Guerra Mundial. La devastación fue tal que forzó al emperador Hirohito a anunciar la rendición incondicional de Japón el 15 de agosto, una medida sin precedentes en la historia del país.
El impacto humanitario y los dilemas éticos de estos ataques continúan siendo objeto de debate en la actualidad. Las explosiones no solo cambiaron el curso de la guerra, sino que también transformaron el panorama geopolítico mundial, marcando el inicio de una nueva era nuclear. Las ciudades afectadas han sido reconstruidas, pero el sufrimiento de los hibakusha –supervivientes de las bombas atómicas– sigue siendo un recordatorio de las tragedias de la guerra nuclear. Esta rendición no solo trajo el fin del conflicto, sino que también planteó nuevas preguntas sobre la moralidad en tiempos de guerra.
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