Murió Alberto Fujimori, el controvertido ex presidente peruano, en un cúmulo de coincidencias históricas que han dado lugar a diferentes interpretaciones. A los 86 años, falleció el mismo día que su antagonista, el líder terrorista Abimael Guzmán, y fue enterrado en una fecha significativa en la política peruana. Su sepelio, realizado en el Cementerio Campo Fe de Huachipa, contó con la presencia de una multitud de seguidores que lo vitoreaban con fervor y devoción, viendo en él al «mejor presidente» que ha tenido el país. A pesar de los cercos policiales que rodeaban a la familia y los amigos cercanos, los asistentes, muchos llegados desde regiones remotas, manifestaron su afecto y agradecimiento hacia quien consideran su salvador y protector. Sin embargo, el homenaje oficial y los tres días de duelo nacional decretados por la presidenta Dina Boluarte han generado indignación en una vasta porción de la población que aún recuerda las acusaciones de corrupción y violaciones a los derechos humanos que pesan sobre Fujimori.
La ceremonia estuvo marcada por la imagen del féretro cubierto con la bandera peruana y la escolta de las Fuerzas Armadas, un acto reverencial que para muchos peruanos resulta incomprensible e hiriente. Fujimori, condenado a 25 años de prisión, es visto por sus detractores como una figura que simboliza la erosión del Estado de derecho y la perpetuación de un legado autoritario y corrupto. Las palabras de su hija, Keiko Fujimori, apelando a una imagen de redentor libre del odio y la venganza, contrastaron con los recuerdos dolorosos y las divisiones aún latentes en la sociedad peruana. Mientras sus seguidores lloraban con sinceridad la pérdida del exmandatario, sus opositores no pueden evitar preguntarse sobre el futuro de un país que sigue fracturado por la herencia de Fujimori, y si su muerte significará el fin del fujimorismo o simplemente el inicio de un nuevo capítulo en esta compleja narrativa política.
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