En el entorno urbano, la ciudad se configuraba como un complejo mosaico de territorios delimitados por polígonos identificados con letras. En cada uno de estos barrios, surgían bandas locales que mantenían un código tácito de respeto mutuo, bajo el cual cada grupo se abstenía de intervenir en los dominios de sus congéneres. Esta división, aunque eventualmente crítica desde el punto de vista social, permitía un tipo de equilibrio precario donde los enfrentamientos directos se minimizaban gracias a esta clara demarcación territorial. Las bandas, con una presencia notable en el tejido urbano, administraban sus asuntos internos sin recurrir a confrontaciones abiertas, lo que favorecía la estabilidad relativa en sus respectivos polígonos.
Este curioso entendimiento entre bandas revelaba un organizado sistema de coexistencia, siendo cada grupo claramente consciente de sus fronteras y del riesgo que suponía cualquier intromisión en áreas ajenas. Este precario statu quo, aunque no aprobaba por completo la influencia de las bandas en los barrios, lograba mantener una suerte de paz al evitar conflictos territoriales directos. Sin embargo, este fenómeno no dejaba de preocupar a las autoridades y a los vecinos, quienes veían en esta organización un reflejo de problemas más amplios de integración y de gestión comunitaria. La particular dinámica de estos barrios destacaba la necesidad de abordar, con políticas inclusivas y preventivas, la realidad latente debajo de la aparente calma que ofrecía su modus operandi.
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