La reinauguración de la catedral de Notre-Dame sirvió como un simbólico telón de fondo para el resplandor momentáneo del presidente francés, Emmanuel Macron, quien, en un gesto de fraternidad global, recibió al presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, en su primera visita. Sin embargo, esta brillantez se ve ensombrecida por la creciente sensación de agotamiento alrededor de su liderazgo. Los críticos, evocando la imagen del Rey Sol, Luis XIV, describen a Macron como un astro cuya luz no emana energía nueva. A pesar de sus esfuerzos iniciales por reformar la República y su logro de un segundo mandato en medio de crisis como la pandemia y el movimiento de los chalecos amarillos, su popularidad ha descendido drásticamente, reflejando un país fragmentado tras las elecciones europeas que favorecieron a la ultraderecha, liderada por Marine Le Pen.
Macron enfrenta una Asamblea Nacional dividida tras la inesperada disolución parlamentaria que resultó en una crisis política sin precedentes en la V República. La debilidad de su partido se hizo evidente cuando ni siquiera la designación de Michel Barnier como primer ministro evitó el colapso, convirtiéndose Barnier en el primer ministro más breve de la historia moderna de Francia debido a una moción de censura. Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon, líderes de la ultraderecha y la izquierda radical, respectivamente, han aprovechado esta crisis. Mientras Macron asegura que cumplirá su mandato, las luchas internas y la falta de consenso político amenazan con extender el periodo de inestabilidad hasta, al menos, el próximo otoño. La fragilidad del sistema político de Macron es comparable a una monarquía sin un rey, y él sigue en su torre de cristal, buscando mantener el control en un país donde la sensación de crisis se extiende más allá de lo económico, afectando profundamente la psique nacional.
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