En las décadas de los 60 y 70, la vivienda pública fue una solución rápida para abordar el déficit habitacional en España, pero con el tiempo, el modelo demostró ser insostenible. Las denominadas calles-terraza, característica distintiva de estos complejos, pronto se convirtieron en un símbolo de marginalidad y deterioro urbano. Las edificaciones perdieron su funcionalidad y estética, afectadas por la falta de mantenimiento, mientras que el entorno social se fragmentó, generando zonas donde el desarraigo y la violencia se convirtieron en la norma. La rápida construcción, motivada por la necesidad urgente de vivienda, priorizó la cantidad sobre la calidad, un error que dejó una huella imborrable en el tejido urbano.
El deterioro de estas áreas no solo fue físico, sino también social. La falta de comunidad y el aumento de la criminalidad generaron un ambiente hostil y de exclusión, perpetuando la mala fama de estos vecindarios. El estigma asociado a la vivienda pública no solo afectó la percepción externa, sino que también minó la cohesión interna de sus habitantes, quienes a menudo carecían de un sentido de pertenencia. Estos problemas se han convertido en un desafío significativo para las administraciones actuales, que buscan rehabilitar estos espacios y transformar su realidad social. Sin embargo, la solución requiere un enfoque integral que no solo contemple la renovación arquitectónica, sino también la reconstitución del tejido social dañado durante décadas de abandono.
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