Una creciente preocupación se cierne sobre Estados Unidos debido a su visible deriva autoritaria, reflejada en un sistema judicial y penitenciario que exhibe un rostro implacable y brutal bajo la administración de Donald Trump. A pesar de las promesas de transformación cultural y descolonización por parte del gobierno, la omnipresencia de la cultura estadounidense y su influencia sobre las conciencias globales permanece inalterada. Una narrativa que glorifica el poder y la violencia se impone en el panorama audiovisual, mientras que detrás de esta fachada, el país enfrenta una crisis de derechos humanos. La experiencia de Jasmine Mooney, una canadiense detenida bajo sospechas infundadas, desvela la crueldad inherente en los centros de detención y la explotación de los privados de libertad, destacando la impunidad con la que operan cárceles privatizadas que convierten en negocio el sufrimiento humano.
Simone Weil había advertido sobre la similitud en la brutalidad de los regímenes autoritarios y el trato colonial, una realidad que resonaba en el tratamiento a extranjeros a las puertas de una América cegada por su imagen de libertad. Mientras tanto, el sistema penal del país se convierte en un infierno para aquellos atrapados en sus engranajes. Instituciones penitenciarias como Rikers Island, sin distinción de culpabilidad, se llenan de individuos empobrecidos, enfermos y olvidados, inmersos en un ciclo de violencia y sufrimiento sin posibilidad de redención. La severidad de este sistema, acentuado por una noción implacable de responsabilidad personal, es apenas enfrentada por contados activistas. Mientras el temor a críticas de complacencia ante el crimen refrena reformas, la desolación persiste, y las vidas humanas continúan siendo trituradas bajo una maquinaria de crueldad institucionalizada.
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