En la implacable máquina del entretenimiento, sectores como el cine, la música, la fama y la televisión consumen seres humanos como combustible necesario para mantener la locomotora de la atención en constante movimiento. Las calles de las ciudades están llenas de aspirantes que, cual modernos cuentos de hadas, esperan transformar su modesta existencia en un sueño de popularidad y éxito, quizás reflejada en algo tan llamativo como una limusina rosa. Sin embargo, la popularidad es un fenómeno efímero; para muchos, convertirse en una figura conocida es tan solo un preludio a su desaparición en el olvido, convirtiéndose en cenizas que, en algunos casos, pueden inspirar a otros, mientras que para otros, sólo queda una dolorosa cicatriz invisible que marca su paso por los reflectores.
Esta cicatriz invisible es una herida que, aunque no palpable a simple vista, se manifiesta de diversas formas. En las páginas digitales y publicaciones de entretenimiento, antiguos protagonistas de la fama a menudo reclaman, de manera consciente o no, la atención perdida de la audiencia, recordándonos momentos de brillo pasado con frases como «yo estuve en tal película» o «hacía aquel programa». En la era de la viralidad superficial, esta cicatriz se revela en miradas y actitudes nostálgicas, evocando un pasado más brillante y eclipsando la posibilidad de un presente auténtico y relevante. El sufrimiento de esta herida se convierte en un espectáculo público, visible y curioso, en una sociedad siempre en búsqueda de lo nuevo, mientras la cicatriz sigue siendo un recordatorio persistente de glorias pasadas, ahora convertidas en sombras del presente.
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