En el debate sobre prohibir canciones que glorifican a criminales, específicamente los narcocorridos en México, surge una necesidad imperante de centrar la atención en las víctimas en lugar de los victimarios. El fenómeno encuentra sus raíces en un Estado frágil cuyas brechas son aprovechadas por poderes fácticos que han sustituido funciones gubernamentales, ofreciendo espectáculo y reconocimiento a quienes imponen su fuerza. La simpatía hacia figuras estilo «Robin Hood» en un contexto donde falta maduración institucional revela un país predispuesto a empatizar con aquellos que desafían el abuso, incluso a expensas de ignorar las atrocidades que estos cometen. Por tanto, el intento del Gobierno de prohibir tales expresiones musicales sin asegurar justicia para las víctimas es poco más que combatir sombras, favoreciendo inadvertidamente la leyenda de estos sombríos personajes.
Ante esta realidad, la administración de Claudia Sheinbaum debe redirigir sus esfuerzos hacia la justicia para las víctimas de delitos como desapariciones, homicidios y extorsiones. En lugar de desechar las iniciativas musicales, el verdadero cambio vendrá de reconocer y buscar reparación para quienes sufren en silencio. Colaborar con periodismo investigativo, la academia y activistas podría iniciar una comisión de la verdad que documente y reconozca las historias de cientos de miles de víctimas invisibilizadas. Solo con un compromiso genuino y profundo para romper el ciclo de impunidad se conseguirá alterar el ritmo de una nación que, de lo contrario, seguirá sonando al compás de canciones que narran la vida y veneran a sus verdugos.
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