El Papa Francisco, fallecido recientemente a los 88 años tras sufrir un ictus cerebral, dejó instrucciones precisas para su funeral, destacando la simplicidad y sobriedad en el rito y negándose a que su cuerpo fuera embalsamado. Optó por un entierro en la Basílica Santa María la Mayor en una tumba sencilla, siguiendo su deseo de un final austero. Esta decisión evoca el precedente de otro pontífice, Pío XII, quien también rechazó el embalsamamiento, escogiendo en su lugar un método experimental que resultó en un desastre de conservación. Su cuerpo, sometido a una técnica que incluía hierbas aromáticas y celofán, terminó descomponiéndose rápidamente, causando un mal olor durante el funeral y culminando con la explosión del cadáver debido a la acumulación de gases.
Pío XII, quien lideró la Iglesia Católica durante casi dos décadas hasta su muerte en 1958, también sufrió las consecuencias de sus decisiones post mortem. A medida que avanzaban los ritos funerarios, el cuerpo se volvió irreconocible y el proceso produjo un olor insoportable que obligó al Vaticano a cerrar el ataúd antes de tiempo. Para mitigar el deterioro visible, se usaron medidas como atarlo y colocarle una máscara de cera. El médico responsable, Riccardo Galeazzi-Lisi, enfrentó severas repercusiones al ser despedido y vetado de la Santa Sede. La elección de Pío XII de un método no convencional para la preservación de su cuerpo destaca las complejidades y riesgos implícitos en la gestión de las exequias pontificias sin embalsamamiento.
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