En medio de la celebración global por la llegada de un nuevo Papa, México se enfrenta a un violento escenario que opaca la esperanza de un cambio positivo. Este contraste es evidente con los recientes asesinatos de dos niñas en Badiraguato, Sinaloa, y de una enfermera y activista en Jalisco. Los incidentes no solo subrayan la brutalidad de la violencia cotidiana, sino también la ineficacia gubernamental para garantizar seguridad. En Sinaloa, las niñas Alexa y Leydi fueron víctimas del fuego cruzado entre militares y delincuentes. Mientras tanto, Jalisco llora la pérdida de Cecilia Ruvalcaba, una enfermera y regidora, y de Karina Ruiz Ocampo, una activista asesinada tras semanas de desaparición. Este patrón de violencia y la falta de respuestas claras reflejan un descontrol gubernamental evidente.
La situación es tan alarmante que ni las cifras de homicidios en aparente descenso logran tranquilizar a la población. Las palabras vacías de las autoridades no logran calmar el temor ni resolver la crisis de seguridad. La violencia se ha normalizado al punto que los sectores más vulnerables, como los defensores comunitarios, son constantemente atacados. En este entorno de impunidad, el control parece estar en manos de los criminales, mientras los líderes gubernamentales no logran explicar ni actuar frente a los continuos ataques. La promesa de paz sigue siendo una ilusión distante, y la realidad se impone con un rostro de barbarie, desalentando cualquier esperanza de un México más seguro y justo.
Leer noticia completa en El Pais.