En un contexto donde la inclusión ha ganado protagonismo en los discursos políticos y educativos, el acoso escolar hacia menores con discapacidad persiste como una problemática a menudo silenciada. El aula, que debe ser un espacio de aprendizaje y respeto, se convierte frecuentemente en un entorno hostil para estudiantes percibidos como diferentes. Las cifras son alarmantes: el 80% de los alumnos con discapacidad han sufrido bullying, y esta cifra incrementa al 90% en centros educativos ordinarios. Este acoso no es un conjunto de incidentes aislados, sino una manifestación de violencia estructural que deja cicatrices psicológicas duraderas en las víctimas, quienes en etapas cruciales de su vida como la niñez y adolescencia, enfrentan un desafío adicional en el desarrollo de su identidad personal.
El silencio y el desconocimiento suelen ser coprotagonistas en estos casos, lo cual agrava el sufrimiento de los menores. Los signos de alerta incluyen comportamientos de evitación, cambios en el estado de ánimo y señales físicas de agresión. Es fundamental que los padres estén atentos a las alteraciones en el comportamiento de sus hijos y actúen de manera proactiva. Ante cualquier indicio de acoso, se debe solicitar una reunión en el centro escolar para implementar un protocolo antiacoso, apoyándose en documentación que ayude a validar la situación. La intervención del profesorado es crucial, no solo para detener el acoso cuando ocurre, sino también para prevenirlo mediante la promoción de dinámicas de respeto y convivencia en clase. Asimismo, el acceso a la terapia psicológica es vital para que las víctimas puedan sanar y superar las secuelas del bullying.
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