La reciente muerte del streamer Raphael Graven, ocurrida en plena transmisión en vivo, ha encendido un debate sobre la cultura del morbo y la deshumanización en plataformas digitales. Graven, un popular influencer que se especializaba en someterse a humillaciones y vejaciones por dinero, era seguido por miles de espectadores que, en su mayoría, parecían disfrutar de su sufrimiento. Este trágico suceso ha puesto de relieve cómo la búsqueda de entretenimiento puede llevar a la explotación extrema de la vulnerabilidad humana, generando una audiencia dispuesta a vitorear actos de violencia y dolor en busca de likes y suscripciones. Especialistas en psicología apuntan a la creciente desinhibición que propicia la distancia ética que ofrece Internet, amplificando la idea de que contar con testigos reduce la probabilidad de intervención.
El fenómeno del Schadenfreude, la satisfacción por el sufrimiento ajeno, se ha vuelto más común en un entorno donde la imagen y la viralidad se convierten en moneda de cambio. La hipocresía de quienes condenan este tipo de contenido mientras lo consumen golpea el núcleo de un problema más amplio: la facilidad con la que la sociedad tolera y, en muchos casos, alimenta el comportamiento destructivo en línea. A pesar de las advertencias y de los esfuerzos de moderación por parte de plataformas como Kick, la regulación sigue siendo insuficiente para prevenir tragedias como la de Graven. La ausencia de controles estrictos refleja un «Salvaje Oeste digital», donde los más vulnerables son las verdaderas víctimas. Es un llamado a la responsabilidad colectiva: permitir el mal equivale a ser cómplice de él.
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