Los españoles asumimos que somos más ruidosos en comparación con otras nacionalidades, y este rasgo se ha convertido en una característica cultural distintiva. A lo largo de la historia, el silencio ha tenido momentos de protagonismo en España, desde las tranquilas siestas veraniegas hasta las procesiones solemnes. Sin embargo, estas pausas se ven opacadas por el bullicio de las fiestas y las celebraciones, como las animadas mascletás. Este romance nacional con el ruido se traduce en una simpatía y jaleo que en muchos casos son celebrados, reflejando una naturaleza gregaria que valora la socialización y el contacto humano ruidoso. Aunque España no está sola en su amor por el bullicio, pocos países lo exhiben con tanta efusividad y orgullo.
El rechazo al silencio puede interpretarse como una resistencia al individualismo, ya que el ruido se asocia con el compartir y la comunidad. El silencio, en cambio, se ve como elitista o incluso sospechoso, reservado para aquellos países percibidos como fríos o distantes. En la vida cotidiana, el silencio ha perdido su batalla cultural: eventos ruidosos son comunes, y el bullicio se infiltra en todos los aspectos de la vida, desde los acordes de pianos en aeropuertos hasta el retumbar de motocicletas en la calle. Esta realidad ignora a quienes buscan la serenidad, que ahora deben pagar por la tranquilidad en lugares exclusivos, lo que revela una convivencia cada vez más compleja con el acuerdo tácito de que el ruido es, para muchos, una forma de vida esencial.
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