Una mañana común se transforma rápidamente cuando la electricidad se interrumpe en un edificio. El sonido del martillo en las obras del piso de abajo marca el ritmo mientras todo se oscurece. A pesar de un reciente cambio del diferencial, la luz no vuelve, y los interruptores permanecen firmes. Al salir al rellano, la oscuridad es total, indicando que el problema es más extenso. La calle presenta un panorama de relativa calma con el «síndrome de la tubería rota» reflejado en los ciudadanos que emergen de tiendas y locales oscurecidos, enfrentando la situación con humor y ansiedades palpables. Un orden improvisado en la circulación de personas y vehículos se destaca, a pesar de la falta de semáforos operativos.
El desconcierto se mezcla con la rutina adaptada mientras el tráfico fluye bajo la dirección de un guardia, cuyo silbato resuena como la insistencia de un abejorro. Las personas esperan con ansiedad en filas que crecen frente a los pocos establecimientos abiertos. La intermitencia de la conexión a internet añade una capa más de incertidumbre, y las preocupaciones sobre la falta de electricidad sacuden a algunos hasta pensar en eventualidades extremas. Sin embargo, a pesar del caos leve, un cartel de cerveza en una marquesina sugiere con optimismo: “tenemos que querernos más”. Finalmente, una vuelta al hogar revela que, indiferente al desorden, el martilleo constante del obrero sigue, un ejemplo tácito de concentrarse en el presente, dejando las preocupaciones a un lado.
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