La reciente asunción de Claudia Sheinbaum a la presidencia de México ha sido rápidamente ensombrecida por una serie de eventos violentos que destacan la gravedad de la crisis de seguridad en el país. Uno de los incidentes más graves es el asesinato del alcalde de Chilpancingo, Alejandro Arcos, en Guerrero, tan solo una semana después de asumir el cargo. La ejecución, que incluyó la decapitación de Arcos y la exhibición de su cabeza en un vehículo, es un ejemplo brutal de la violencia imperante en la región. Este evento se suma a un contexto de violencia en constante escalada, con grupos criminales disputando el control de territorios y economías locales, y ocurre en un momento en que Guerrero revive los horrores de las guerras entre cárteles de hace dos décadas.
Este escenario sangriento plantea serias interrogantes sobre el futuro de la gobernanza y la seguridad en Guerrero y otros estados mexicanos donde las mafias han extendido sus redes de influencia. La llegada de Arcos al poder representaba un desafío directo para estos grupos, especialmente considerando sus promesas de alejar a Chilpancingo y su economía de las garras del crimen organizado. La especulación sobre posibles tratos o acuerdos entre políticos locales y grupos criminales como Los Ardillos añade una capa de complejidad a la situación. Estos presuntos vínculos se han vuelto visibles a través de episodios como los encontrados entre Norma Otilia Hernández, exalcaldesa de Chilpancingo, y Celso Ortega, líder de Los Ardillos. La política en Guerrero y otros estados mexicanos no puede desligarse de la influencia del crimen organizado, lo que sugiere que la violencia y la inestabilidad seguirán siendo características predominantes en la región.
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