En 1999, el arqueólogo mexicano Salvador Guilliem Arroyo realizó un hallazgo significativo en Tlatelolco, cerca de la antigua capital azteca de Tenochtitlán, hoy Ciudad de México. Guilliem desenterró los restos de decenas de víctimas sacrificadas al dios del viento, Ehecatl, incluyendo un joven decapitado que sostenía un silbato azteca de la muerte. Estos silbatos, cuya primera referencia podría remontarse a 1896, han obsesionado a investigadores por su sonido escalofriante y su posible efecto en el cerebro humano. Los auténticos ejemplares, fechados entre 1250 y 1521, están elaborados en arcilla y representan a deidades como Mictlantecuhtli, el señor del inframundo. A pesar de la aparición de imitaciones, las piezas originales son reconocidas por su distintiva configuración interna que genera un sonido único en el mundo.
Un estudio reciente liderado por el profesor Sascha Frühholz de la Universidad de Zúrich intentó desentrañar el propósito de los silbatos y su impacto psicológico. Utilizando técnicas de neuroimagen, el equipo descubrió que los sonidos de estos instrumentos provocan en los oyentes modernas sensaciones de aversión y miedo, mientras desencadenan asociaciones simbólicas complejas. Aunque se especula que podrían haber creado un vínculo mental con deidades durante los rituales de sacrificio, la interpretación exacta de su uso cultural permanece incierta. Mientras algunos estudiosos, como Frühholz, consideran que su función era guiar espiritualmente a los sacrificados, otros, como Arnd Adje Both, advierten sobre la posibilidad de un enfoque eurocéntrico y reiteran que la percepción de estos sonidos podría haber sido diferente para los aztecas. La enigmática conexión entre el sonido y el contexto ritual se mantiene como un misterio nunca del todo resuelto.
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