En diciembre de 1979, Michael Marcus, un experimentado trader californiano de materias primas, realizó una inversión que pasaría a la historia. Al conocer la noticia de la invasión soviética de Afganistán por televisión, aprovechó el desfase horario con Nueva York y compró 200,000 onzas de oro desde Hong Kong antes de que los mercados estadounidenses reaccionaran. Su audaz jugada le reportó un beneficio de dos millones de dólares en cuestión de minutos, ilustrando el impacto inmediato que las noticias podían tener en el mercado. Este enfoque rápido y decisivo contrasta con las actuales estrategias de trading, dominadas en gran medida por algoritmos y sistemas de alta frecuencia que analizan y reaccionan ante las tendencias del mercado en cuestión de milisegundos, sin necesidad de comprender el contexto de las noticias que procesan.
Hoy en día, la mayoría de las transacciones en los mercados son realizadas por máquinas, que operan basadas en patrones y tendencias históricas. Instituciones como Santander AM y Renta 4 emplean algoritmos para tareas que van desde la ejecución automática de operaciones hasta el desarrollo de carteras personalizadas para inversores, basándose en el análisis de patrones de mercado. Este paradigma de inversión algorítmica ha llevado a un debate sobre la necesidad de regulación y sus implicaciones para los inversores individuales. A pesar de los beneficios, como la reducción de comisiones a través de la automatización, el riesgo de fenómenos como los «flash crash» y la complejidad de los modelos algorítmicos muestran la cara menos visible de esta revolución tecnológica en el mundo financiero.
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