Durante 2024, el conflicto entre Israel y Palestina alcanzó nuevas dimensiones de violencia y devastación. El año cerró con más de 45,000 muertos, humanos atrapados en un ciclo bélico interminable que, como indica Meir Margalit, sigue sin objetivos claros ni alcanzables. El choque no solo mantuvo su intensidad en la Franja de Gaza, sino que también se expandió hacia nuevas fronteras, como el sur del Líbano. Este escenario se agravó con los enfrentamientos abiertos entre Irán e Israel, que rompieron la ambigüedad anterior y acercaron un riesgo creciente de escalada regional. La política interna israelí, encabezada por un Gobierno más ultraderechista y respaldada por la administración Biden en su estrategia, decidió intensificar las acciones militares eliminando líderes de grupos como Hamás y Hizbulá, con el aparente objetivo de reconfigurar el mapa de influencia en Oriente Medio.
Pese al esfuerzo bélico, las voces dentro de Israel, como la del exministro Yossi Beilin, cuestionaron la viabilidad de una victoria definitiva, reflejando dudas sobre la eficacia de eliminar a estos movimientos insurgentes simplemente mediante operaciones militares. En este contexto, la supervivencia de Hamás y Hizbulá no solo no peligró, sino que podría haber alimentado una nueva generación de liderazgo más radicalizada, según expertos. Al norte, la caída del régimen de Bashar Asad tras la pérdida de apoyo internacional y la ofensiva de grupos opositores, sumó una complejidad a la región, acentuando la incertidumbre sobre el futuro político de Siria. Paralelamente, el panorama mundial se vio ensombrecido por la victoria electoral de Donald Trump, lo que incrementó la incertidumbre sobre un posible cambio en el equilibrio político en Oriente Medio, mientras Europa daba señales hacia el reconocimiento de Palestina. En medio de tanta hostilidad, la propuesta de paz y la solución de dos Estados languidecen, una esperanza ahora aún más distante.
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