Durante años, la decisión de visitar la Biblioteca Nacional solo los domingos se convirtió en una norma autoimpuesta por el temor a comprobar si los techos sin frescos del majestuoso recinto estaban desprovistos de las icónicas lámparas de araña. Esta elección, más allá de ser una simple preferencia personal, refleja una curiosa cautela ante la posible decepción que podría acompañar el descubrir una realidad distinta a la imaginada. La imagen de un techo sin sus características luminarias era suficiente para dejar en pausa la visita durante largo tiempo, permitiendo que la ilusión de un esplendor intacto prevaleciera mientras las semanas avanzaban.
De manera similar, el temor a encontrarse con una ausencia de amabilidad en el trato cotidiano con los Fernández retrasó hasta el año pasado una simple compra: una alfombra. La adquisición, que podría parecer trivial, se convirtió en otro escenario donde el deseo de evitar una potencial decepción pesó más que la necesidad inmediata del objeto. Estas postergaciones revelan, de cierta forma, un carácter casi meditativo en la toma de decisiones, donde la preservación de una expectativa idealizada predomina sobre el impulso de enfrentar directamente la realidad, subrayando aspectos del comportamiento humano que van más allá de la mera acción de compra o visita.
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