En España, la tradición de almacenar nieve en pozos subterráneos se remonta principalmente a entre los siglos XVI y XIX, una solución ingeniosa adoptada durante la llamada Pequeña Edad de Hielo. Estos antiguos pozos de nieve, diseminados en lugares inusuales y cálidos como Sevilla, Murcia o Canarias, fueron esenciales para mantener bebidas frías, conservar alimentos y fabricar helados. Construidos con diseños circulares de hasta 15 metros de profundidad y cubiertos por techados abovedados, permitían conservar nieve cazada en invierno hasta el verano, cuando la transportaban en mulas o carretas hacia ciudades, monasterios o palacios, aunque a menudo hasta un 70 por ciento se perdía al derretirse durante el traslado. Muchas veces gestionados por la Corona, estos depósitos contribuían a satisfacer una demanda que abarcaba desde usos domésticos hasta médicos, además de ser sujetos de fuertes impuestos para quienes comerciaban con el sobrante.
Estos pozos de nieve, históricamente vitales, hoy son fascinantes recuerdos arquitectónicos y turísticos. Algunos de los más destacados en la península incluyen los Pozos de Cuelgamuros en Madrid, que solían almacenar alrededor de 500 toneladas de hielo al año, y los de Constantina en Sevilla, donde las bóvedas de ladrillo aún se erigen como testigos silenciosos de la industria del frío del siglo XVII. Otros, como los pozos de Sierra Espuña en Murcia y la Casa de la Nieve de Moncalvillo en La Rioja, han sido restaurados y premiados por su conservación, sirviendo ahora como atractivos destinos para senderistas y amantes de la historia. Cada localización guarda relatos de una era en la que el hielo era un bien precioso, ofreciendo al moderno visitante un vistazo nostálgico a la ingeniosidad del pasado en gestionar este recurso vital.
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