La inmortal obra de Ramón María del Valle-Inclán, Luces de bohemia, celebra un siglo desde su publicación definitiva con una puesta en escena dirigida por Eduardo Vasco en el Teatro Español de Madrid, exhibida hasta el 15 de diciembre. La trama, ambientada en el Madrid del siglo XX, centra parte de su acción en la taberna de Pica Lagartos, un lugar casi arquetípico, presentado como un refugio nocturno donde los personajes deambulan entre diálogos borrosos y copas de vino barato. Este establecimiento simbólico refleja el carácter social de las tascas de la época, lugares de encuentro donde la realidad y el drama urbano emergían con naturalidad entre mesas de madera barata, muros de azulejos y mostradores de cinc. Valle-Inclán infunde autenticidad en la representación de estos espacios, recogiendo con maestría las costumbres y tipos humanos que habitaban dichos entornos, mezclando lo cochambroso con una hipérbole característica de su técnica del esperpento.
Contrastando con la decadencia de las tabernas, los cafés de Madrid representaban el espacio de la burguesía culta y acomodada, donde figuras literarias organizaban tertulias en un ambiente de aparente corrección. En estos templos del ocio burgués, el autor de Luces de bohemia también tuvo un lugar destacado, aunque su preferencia por la taberna queda reflejada en sus obras. La obra de Valle-Inclán nos lleva al Café Colón, un entorno descrito con lujo de detalles que contrasta fuertemente con la oscuridad de Pica Lagartos. A lo largo de la narración, la dualidad entre tabernas y cafés se convierte en una metáfora social, simbolizando las distintas realidades de una ciudad en ebullición cultural. A través de Max Estrella, Valle-Inclán capta la esencia fugaz y cruda de una sociedad donde lo cotidiano y la tragedia se entrelazan con una intensidad que sigue resonando en el presente.
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