Durante años, el lema «Automate boring, repetitive tasks» se ha consolidado como un principio rector en el ámbito de la tecnología de la información (IT) y la ingeniería del software. Automatizar lo aburrido y lo repetitivo es una frase que justifica costos, adquisiciones de licencias, cambios estructurales y reorganizaciones internas. La promesa es clara: si una máquina puede realizar en segundos lo que a una persona le tomaría horas, el ahorro es evidente. Menos tiempo, menos errores, más rentabilidad.
Sin embargo, como suele ocurrir en el mundo tecnológico, la práctica revela una realidad más compleja y, a menudo, más incómoda. La automatización no es simplemente un proceso de magia tecnológica, sino un desafío de ingeniería que demanda una comprensión profunda de los procesos. Cuando las tareas son ejecutadas por personas, muchos matices quedan implícitos: la capacidad de adaptarse a imprevistos, resolver ambigüedades y cambiar de contexto según se necesite. Al automatizar, es crucial formalizar estos matices, convertirlos en reglas concretas, identificar excepciones y prever fallos.
Este proceso requiere algo más que una simple ejecución; requiere una inversión considerable de tiempo, talento y recursos, y, crucialmente, mantenimiento constante. Una vez que se implementa la automatización, no es posible simplemente “soltar el volante”. Los cambios en el negocio, el software o el entorno impactan en estos procesos automatizados, demandando una revisión y ajuste continuos.
A pesar de los beneficios potenciales, la automatización no elimina el trabajo; lo desplaza y, en ocasiones, encarece. Las tareas manuales antes realizadas por personal operativo ahora requieren supervisión de ingenieros cualificados. Los costos no desaparecen, sino que cambian de dirección, a menudo aumentando debido a la demanda de perfiles más técnicos y escasos. Mientras que la automatización puede disminuir el error humano, también introduce fragilidad sistémica, dejando procesos dependientes de herramientas interconectadas que pocos comprenden en su totalidad.
La cuestión verdaderamente transformadora no reside en cómo mejorar la automatización, sino en preguntar si esos procesos son necesarios. Las disrupciones auténticas no provienen de automatizar tareas existentes, sino de rediseñar el negocio para que dichas tareas desaparezcan. Automáticamente surge la cuestión sobre si es necesario llenar un formulario o reconciliar sistemas diversos, o si es posible repensar la necesidad de las políticas que dictan esos flujos.
Automatizar procesos acelera la ejecución, pero rediseñar procesos transforma la estructura organizacional. En un mundo donde la digitalización avanza implacablemente, la tentación de automatizar sobre cualquier otra consideración es fuerte, pero también limitada. La pregunta esencial es si se está haciendo lo correcto, no solo si se está haciendo más rápido.
La tecnología debe ser un agente de cambio, no una justificación para perpetuar procesos ineficientes. Porque si se automatiza una ineficiencia, lo único que se consigue es ejecutar el error con mayor velocidad, y eso, finalmente, no es progreso.
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