El terremoto de magnitud 7,7 que golpeó el sudeste asiático ha dejado un rastro de devastación sin frenar la guerra civil que asola Myanmar. Mientras el Gobierno de Unidad Nacional (NUG), opuesto a la junta militar en el poder, intenta facilitar la llegada de ayuda con la declaración de un alto el fuego unilateral, el ejército sigue con sus bombardeos en parte del país. El seísmo, el más mortífero en un siglo para la antigua Birmania, ha dejado al menos 1.644 muertos, más de 3.400 heridos y 139 desaparecidos, según cifras que aún pueden actualizarse. La ONU ha lanzado una alerta por la escasez de suministros médicos, que entorpece gravemente la respuesta humanitaria. A pesar de la petición del general Min Aung Hlaing de ayuda internacional, las hostilidades continúan, afectando principalmente a las regiones de Shan y Sagaing, ya devastadas por el impacto natural.
El impacto del terremoto se ha sentido también en Tailandia, donde un rascacielos en construcción en Bangkok colapsó, dejando 17 muertos y 83 desaparecidos. Las operaciones de rescate se centran en salvar a los atrapados. En Myanmar, las gestiones de socorro son limitadas por el aislamiento mantenido por las autoridades tras el golpe de Estado de 2021. Sin embargo, la entrada de rescatistas extranjeros ha sido autorizada. La desolación es patente en imágenes satelitales que muestran la destrucción en ciudades importantes como Mandalay y Sagaing. Naciones como China, Rusia y Singapur han enviado ayuda, pero las difíciles condiciones, agravadas por cortes de comunicación e infraestructuras dañadas, plantean grandes desafíos para los equipos de emergencia. Mientras tanto, los temores de réplicas mantienen a la población en estado de vulnerabilidad y alerta.
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