La tensión histórica entre cosmopolitismo y nacionalismo ha evolucionado significativamente a lo largo del tiempo. En la Grecia clásica, la polis era vista como un epicentro cultural y filosófico, sin necesidad de definir su carácter cosmopolita, ya que sus vecinos eran considerados «bárbaros». Con Alejandro Magno, la idea de una cosmópolis surge en parte por la integración de los pueblos conquistados. Más tarde, los estoicos abrazaron la fraternidad universal, una idea que se mantuvo viva a través de pensadores como Cicerón y Sèneca. Durante la Edad Media, sin embargo, el espíritu cosmopolita se apagó, aunque la universalidad del cristianismo permaneció gracias al latín. No fue hasta el Renacimiento que se retomó la idea de un ciudadano del mundo, impulsada por humanistas como Erasmo, quien aspiraba a una Europa unida espiritualmente.
Con la Ilustración, el cosmopolitismo se fundamentó en la razón y la igualdad, enfrentándose al nacionalismo. Voltaire criticaba irónicamente la imposibilidad de un orden político cosmopolita en medio de debates teológicos irrelevantes. Sin embargo, los intentos de establecer un universalismo se vieron interrumpidos por la fuerza emergente de los nacionalismos del siglo XIX, como reacción a las campañas napoleónicas y a las nociones imperialistas. Las revoluciones de 1848 reflejaron esta lucha, infundiendo preocupaciones sociales comunes y estableciendo el escenario para el marxismo y su propuesta de universalidad basada en la clase obrera. En la actualidad, la globalización ha dado lugar a un cosmopolitismo tecnológico y económico, desvinculado de sus raíces cristianas e ilustradas, sugiriendo que el avance del nacionalismo depende de la capacidad de generar admiración y envidia a través de productos culturales y económicos compartidos globalmente.
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