En la fría madrugada del 6 de febrero de 2023, un devastador terremoto asoló el sur de Turquía y el norte de Siria, transformando ciudades enteras en escombros y dejando huellas imborrables en la vida de sus habitantes. El impacto fue inmediato y trágico: más de 53,000 vidas se apagaron y otras 107,213 resultaron heridas. Dos años después, la recuperación es lenta y los esfuerzos por reconstruir las comunidades afectadas han sido ampliamente criticados. De las 650,000 viviendas prometidas por el presidente Recep Tayyip Erdogan, apenas 201,580 han sido entregadas. En regiones como Antioquía, la reconstrucción avanza a un ritmo desesperantemente lento, con miles de personas aún sobreviviendo en campamentos de contenedores temporales, enfrentando condiciones adversas como inviernos helados y veranos abrasadores, mientras las inclemencias del tiempo agravan la situación con frecuentes inundaciones.
La situación es especialmente crítica para los niños, los más vulnerables en esta catástrofe. Aproximadamente uno de cada cuatro niños desplazados aún viven en refugios temporales, lo que perturba gravemente su acceso a la educación y su desarrollo emocional. Save the Children ha resaltado que unas 150,000 menores siguen separados de sus hogares, con muchos colegios destrozados y otros operando en condiciones precarias. Las tentativas de retornar a la normalidad se ven empañadas por las secuelas del trauma y las dificultades económicas derivadas del colapso estructural y social que dejó el terremoto. Mientras tanto, las investigaciones legales avanzan lentamente: de las más de 2,000 investigaciones abiertas sobre los edificios que colapsaron, sólo 130 personas han sido sentenciadas, dejando un sentimiento de impunidad e inseguridad entre los supervivientes.
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